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¿Filosofía? Perenne, por favor
Estamos viviendo tiempos difíciles para la filosofía, no solo para el pensamiento crítico acerca de la sociedad en la que vivimos, de los valores que se nos imponen, de la educación que damos y recibimos, de las potencias que mueven los hilos a nivel mundial, etc.; también son tiempos difíciles para esa mirada reflexiva que indaga sobre la propia filosofía operativa, que pone la luz de la conciencia en el propio sistema de creencias que explica nuestra conducta, que aclara porque hacemos una cosa y no otra, porque vamos por un camino y no por otro. Nuestra filosofía de vida es la clave de nuestra libertad interior, ese lugar central desde el que podemos elegir cómo vivir incluso aquellas circunstancias que podemos catalogar de inevitables y en las que parece que no existe margen donde hacer uso de nuestra capacidad de elección.
La filosofía y los filósofos siempre han resultado algo incómodo, especialmente para aquellos segmentos de la sociedad a los que no les parece deseable que la gente piense, se cuestionen el modo de funcionar del mundo en el que viven, que aprendan que son dueños y responsables de sí mismos en todo momento y circunstancia. Pienso que de ahí el ahínco en convertir a la filosofía en sinónimo de especulación, de pura teoría que no tiene ningún punto de conexión con nuestra realidad externa ni con nuestra realidad interna. Nos han hecho olvidar que durante mucho tiempo fue considerada la vía por excelencia para alcanzar la plenitud vital.
Filosofía significa, etimológicamente hablando, amor a la sabiduría. Y ese es su sentido originario. La sabiduría, el saber, la verdad, va más allá de un mero conocimiento racional, implica un posicionamiento activo. La palabra «amor a» también implica una predisposición activa. Nunca se trató meramente de saber, y menos de adquirir conocimientos, lo esencial era encontrar la forma idónea de ser plenamente coherente: que lo que sabes, sientes y finalmente haces, vives, formen un solo ser. Creo que si somos capaces de alcanzar dicha coherencia filosófica alcanzaremos una serenidad indestructible, una felicidad existencial que predominará más allá de los vaivenes de nuestras circunstancias personales.
La coherencia personal se alcanza desde el conocimiento profundo de la realidad y de nosotros mismos y, por el contrario, el sufrimiento mental evitable nace siempre de las oscuras aguas de la ignorancia.
La historia de la filosofía, tanto de Oriente como de Occidente, desde esta perspectiva se torna un inmenso firmamento repleto de brillantes estrellas, pues cada verdad alumbrada es una luz que exorciza la oscuridad. Muchas son las estrellas que iluminan el camino, muchos los filósofos cuya vida y experiencia pueden ser útiles a otros que quieran transitar el mismo camino. Esta sabiduría no pertenece a nadie, no tiene nombre y apellidos, no posee un carácter cambiante como el de la filosofía especulativa. Un buen número de pensadores del siglo XX unificaron esta filosofía imperecedera bajo el nombre de «filosofía perenne».
Artículo aparecido en Homonosapiens: Homonosapiens
Valores y nuevos aires educativos
Tengo amigos en el ámbito educativo que me cuentan como se está viviendo, especialmente en el entorno a la educación pública, una especie de intento de revolución desde dentro, ya que desgraciadamente no estamos en Finlandia y nuestro sistema educativo está en manos de los políticos. Personajes como Carlos González, Jack Kornfield, José María Toro, Luís López González, Fernando Tobías Moreno, enfatizan la necesidad de trabajar en los colegios destrezas y competencias que complementen a las tradicionales (basadas en la repetición y la memorización), como son la consciencia, el equilibrio emocional, la atención, el autoconocimiento, etc., destacando también la importancia de la educación en valores. Y es en este último aspecto en el que quiero centrar este artículo.
Aquí, como en todo, considero que la filosofía tiene mucho que decir. Un valor es aquello a lo que le dedicamos energía porque lo consideramos «valioso». Aquello que se considera valioso deviene de una ética, que puede ser tanto una ética personal como una ética social, que se plasma en una forma de ser y de estar en el mundo. De ahí que la palabra ética provenga del vocablo êthos, que posee dos sentidos fundamentales. El primero viene a significar el suelo firme, el fundamento, del que brotan todos los actos humanos. El segundo, a partir de Aristóteles, significa «modo de ser». Ambas acepciones son complementarias: el fundamento ético se plasma en un modo de ser, de actuar.
Grandes filósofos éticos nos han transmitido que los valores de cada época y de cada persona se derivan de la idea de «Hombre» que se posee. Si tantas voces reclaman la importancia del cultivo de ciertos valores es porque nuestra ética se sustenta en un ideal humano muy limitado. No vemos a los hombres como gigantes en potencia, sino como enanos llenos de defectos y contradicciones, y esta creencia es alimentada por una sociedad que no fomenta la verdadera grandeza (que no es ganar una final en alguno de los deportes de moda o un Óscar de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas).
El filósofo Inmanuel Kant nos dejó una fórmula infalible para dilucidar cualquier cuestión ética: obra de modo que puedas querer que lo que haces sea ley universal de la naturaleza, es decir, plantéate si te gustaría vivir en un mundo en el que todos hiciesen lo que tú pretendes hacer. Y aquí entrarían en juego el desarrollo de algunas habilidades antes mencionadas como la atención, la consciencia o el autoconocimiento como forma de desarrollo del discernimiento y de la libertad interior que se requiere para enfocar lo que hemos discernido como correcto.
Se trata de «hacerse a uno mismo», como decía Aristóteles, ir estableciendo una escala de valores propia y personal que haga de brújula de nuestras expresiones vitales, pues sin guía actuamos conforme impulsos, modas, presiones sociales o lo que otros dicen que debemos hacer. Cuando se entra en este círculo se termina perdiendo el sentido de lo que se hace y por qué se hace. Un buen número de crisis personales nacen de esta pérdida de sentido, de suelo firme donde descansar y desde donde impulsarse.
Inmanuel Kant ya instaba a los hombres de su tiempo a que abandonasen la minoría de edad, que implica que los demás te digan lo que tienes que hacer, decir y pensar. Quizás, desde estos nuevos aires educativos, esté más cercano ese momento con el que tanto soñó Kant y podamos ver los primeros brotes de unos hombres y mujeres de solidas y bien fundamentadas convicciones, respetuosos consigo mismos y con los demás, de mentes despiertas y creativas, de espíritus libres que tengan al resto de los seres humanos, y por extensión el planeta en el que viven, como el bien más preciado.
Artículo aparecido en Homonosapiens